
Foto: Tomada de Internet
Por Liudmila Peña Herrera
Ella agarró el teléfono y se puso a hilvanar chismes, amenazas, furias, estallidos de cólera… Su voz, como un chirrido incesante, atormentaba mis oídos. Me daban ganas de colgar, de gritarle, de decirle lo estúpido que es ofenderle los sueños a la gente, que es perder el tiempo vivir el tiempo de los otros, preocuparse más por el aire que respira el de más allá, sin saber si uno mismo respira todavía. Tuve ganas de gritarle, de dejarle ver que su vida ha sido así, un involucrarse sin ser invitada; pero quedé en silencio, triste. Con pena de mí también. Evitándole a ella la verdad. Alejándola de la molestia y tomándola para mí.
Casi siempre lo hago. Le evito el amargo sabor de un “estás equivocada”. Y ahora soy yo la que me quedo sin palabras, o con ganas de no hablar, molesta; pero sorteando el camino del tiempo que no habla para no atormentar otra existencia. Esto es una cadena: es mejor no levantar el teléfono.