Por Liudmila Peña Herrera
El partido estaba al borde de la semana treinta y ocho cuando mi pequeño futbolista decidió patear su suerte, meter el gol definitivo y salir gritándole a la vida.
No hubo demasiado tiempo para reaccionar. Apenas un impasse, que la súper-bisabuela aprovechó para “inventarse” un celular, confirmar la noticia y llegar en un santiamén a tomar las decisiones.
A las cuatro de la madrugada yo quería planchar mi ropa y el papá de estreno pretendía seguir durmiendo. Pero el dolor comenzó a crecer, y terminé acostada yo mientras él alisaba la cinta azul de mi vestido floreado. Sigue leyendo