Por Liudmila Peña Herrera
Era pequeñito cuando lo trajeron a casa. Un patito común que se robó la atención de casi toda la familia –y digo casi porque no me hacen mucha gracia los animales con plumas-. Mi hermano lo adoraba y no sé por qué extraña coincidencia, de un día a otro empezó a llamarse Chamizo, como un personaje peculiar de una telenovela cubana.
Chamizo para aquí y Chamizo para allá. De tanto llamarlo Chamizo –o Chami, cariñosamente- el pato adolescente empezó a entender por su nombre y cada vez que le llamábamos venía a respondernos con el CUAC CUAC más cómico que se haya visto.
Al Gaby (nuestro primo) le enamoró desde el principio, a tal punto, que nos robaba el pan del desayuno para alimentar al pato. Por su parte, mi hermano le hacía comer de su propia mano y hasta le besaba el pico.
Pensábamos que tenía más vidas que el gato, porque varias veces burló la muerte: por mordeduras de un perro, por atragantarse con pedazos de carne, por tristeza o desgano… y el pato, después de muchos cariños y unas cuantas vitaminas, siempre revivía. Sigue leyendo